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lunes, 10 de abril de 2017

Desayuno con diamantes, 106



LLAMAZARES, BAJO EL CIELO DE MADRID

       Julio Llamazares narra en El cielo de Madrid (2005) las vivencias de la generación de la postmodernidad.



       Julio Llamazares nos remite en su novelística, una y otra vez, a ese deseo deliberado por hacer de la memoria la esencia única de sus relatos. Para el narrador leonés ésta parece convertirse en el único sustrato de la literatura. El autor, hasta el momento, ha seleccionado para establecer su territorio geográfico esas huellas o rastros de un pasado que con un excelente acierto convertía, hace ya dos décadas, en material novelístico, incluso podía percibirse un deseo de rectificación o cambio en esa memoria colectiva impuesta durante más de cuarenta años, los de la dictadura del franquismo. En este sentido Llamares, junto a otros nombres, colaboraba en una manera de hacer literatura, aunque la singularidad de este narrador consistía en esa otra manera de contar sus historias.  En su primera novela, Luna de lobos (1985), un relato de fugitivos en las montañas de los altos valles de León, lo interesante de la historia está en el obsesivo presente y en la inmediatez que ofrece el narrador para contar la vida de ese fugitivo y de sus tres compañeros de quienes, por otra parte, apenas sabemos nada. En su siguiente novela, La lluvia amarilla (1988), insiste, aún más, en ese intento de reconstruir la memoria tanto particular como colectiva que, en este caso, se sustenta por el monólogo y la narración confidencial del protagonista que aboga por una mitificación del modo de existencia, de las costumbres y de la cultura rural como ese modo de vida a punto de desaparecer. De cualquier forma, el punto de vista elegido para ambos relatos es completamente distinto: mientras que en el primero prima esa voz interior que le otorga a su personaje todo el valor de la acción y de los hechos contados, en la segunda la intimidad misma procura el monólogo y responde más a ese deseo de resaltar esa soledad en que se encuentra la visión de una naturaleza y la voz es eminentemente mucho más lírica y subjetiva. En Escenas de cine mudo (1994), su tercera novela, la memoria se recupera a través de unas fotografías encontradas en un álbum de familia. Y éstas producen en el protagonista una serie de sensaciones que le llevarán hasta su niñez y los recuerdos que le provocan las montañas de León y el pueblo minero de Olleros.  
     La temporalidad determina en algunos casos recientes de la narrativa contemporánea una obsesión que parece concretarse en décadas tan importantes como las de 1975, en adelante y sobre todo, hay una generación de narradores que, una y otra vez, vuelve la vista atrás hacia los años ochenta cuando en su juventud se enfrentaban a una época de vertiginosos cambios pero que hoy, veinte años más tarde, forman parte de esa madurez que contribuyó a cambiar algunos aspectos de nuestra sociedad y de nuestra cultura, aunque una rabiosa actualidad les obliga a pensar acerca de esos acontecimientos que protagonizaron como espectadores de la historia de un país que ha dejado, hace ya algún tiempo, de sacralizar los iconos fabricados en el proceso de la transición, que muy pronto pasaron de moda porque los restos de esa movida de la década prodigiosa sobreviven solo en la memoria de algunos y para más señas en un puñado de músicos, artistas, cineastas o escritores que entonces provocaron que una emergente industria los elevara a la categoría de genios de la que hoy, salvo excepciones, carecen.

Tiempo de turbulencias

       El joven Julio Llamazares (Vegamián, León, 1995) vivió buena parte de la movida madrileña cuando su pueblo natal fue sepultado bajo las aguas de un pantano y no tuvo más remedio que emigrar a la capital de España. Asentado desde entonces en la gran urbe su literatura rememora, como hemos señalado, su procedencia rural, el arraigo al espacio geográfico de su infancia y juventud, con la certeza de que todo lo que él reproduce en sus textos está en proceso de desaparición o, incluso, como su lugar de nacimiento se ha desintegrado para siempre. Llamazares conserva en su narrativa el ritmo y el lenguaje de la expresión poética de donde procede su literatura, una inconfundible deuda de La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), ya entonces su particular visión sobre el tiempo y la soledad, sobre el sentido de la vida y de la muerte; tal vez, por eso su recuerdo, la nostalgia y la evocación de una ausencia, la de sus raíces, fecundan aun más su memoria. Una memoria engendrada por el propio olvido o el temor a olvidar ese universo mitificado desde la distancia de la edad.  En su cuarta novela, El cielo de Madrid (2005) se enfrenta a un relato diferente, en la contraportada del libro se significa, en realidad, como si se tratase de la crónica generacional de ese último cuarto del siglo XX, aunque también puede concretarse, en buena parte, como un relato urbano y el deseo de la búsqueda de la felicidad del protagonista y algunos de sus amigos, todos, viviendo sus experiencias bajo el cielo de la ciudad, de un Madrid del triunfo y del éxito, aunque también se pueda hacer otra lectura diferente como la crónica sentimental de un grupo de artistas y escritores que allí perdieron su inocencia, llegaron hasta la madurez, lograron fama y su ambición les mostró posteriormente, de igual manera, el fracaso. 
       En realidad, Carlos, el protagonista del relato se enfrenta a un soliloquio transido por la memoria. Su relato concluye casi como comienza, es decir, con una derrota puesto que cuando recuerda con Rico en El Limbo su llegada a Madrid en el otoño de 1975, su memoria transita por esa sinuosas sendas que le otorga el recuerdo muchas veces hecho a base de elementos estructurados por aquellos acontecimientos que le devuelven al plano de una realidad de la que ya es ajeno: sus cambios de domicilio, sus fracasos, sus conquistas, la más reciente y determinante, Eva, la sueca con quien recorrerá el país nórdico para abandonar así durante buena parte del verano un Madrid desértico. El escenario urbano es esa memoria que la melancolía de los años ha convertido en un paisaje extraño, casi fantasmal hasta conseguir transformarse en otra ciudad que a lo largo del relato abandonará el narrador cuando deje de ser la única razón y el único paisaje perceptible. También puede leerse como  la metáfora del desengaño de una gran mentira que le ha fallado y se irá deshaciendo al evocar los últimos años vividos. La visión de sus triunfos y de sus fracasos puede concretarse en la imagen del vagabundo que frente a su casa permanece en absoluto silencio y con quien conversa la noche que está a punto de abandonar Madrid.
       El protagonista pasará del limbo al infierno, y de aquí al purgatorio para reencontrarse con ese punto de partida que supone para él la soledad que le ofrece la naturaleza o ese otro ambiente determinate con que ha sido calificada la narrativa de Llamazares, es decir, una singular visión de lo rural y de sus excelencias aunque la colonia de Miraflores no sea precisamente un lugar semejante al de los orígenes del narrador pero sí guarda algunas reminiscencias con la visión periférica que tenía Carlos, el protagonista, del relato. Solo desde este momento la historia cobrará el sentido último que Llamazares ha querido darle a su texto, el testimonio de esa especie de laberinto en el tiempo con los recovecos de la recuperación de la memoria que cubre buena parte de su narrativa hasta el momento y que, desde el punto de vista temático, no deja de ser una más de las características de la novela moderna que entre otras características se centra, preferente, en un espacio urbano.
       Los tres círculos de la Divina Comedia, cuyas citas encabezan esas tres de las partes en que se estructura el relato, terminan en el cielo cuando al final el personaje se ha convertido en un triunfador, cuando, el pintor vocacional, ha logrado el respeto de galeristas y críticos de arte, la envidia y la admiración de sus amigos, y lo ha conseguido, precisamente, en medio de ese espacio natural de donde procede y donde la soledad del medio le brinda la posibilidad de reencontrarse con el tiempo perdido y, una vez ocurrido todo esto, después de algunos años, volverá bajo ese cielo de Madrid, un cielo azul y rosa que desde siempre todo el mundo persigue, como afirma el narrador, que todo el mundo alaba aun sin conocerlo y que, al final de su relato, se desvanece igual que todos los días y se convierte a la vez en infierno, limbo y purgatorio, aunque tardemos mucho tiempo en saberlo. Al final de todo, Carlos se siente, de alguna manera, feliz mirando las nubes día a día después de comprobar que el cielo de cualquier ciudad está hecho de los sueños de los que viven bajo él, quizá como el propio Llamazares que, de alguna manera, siente protagonista de esa gran mentira que es su propia vida cuando ésta ya traspasa los límites de sus recuerdos.

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