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jueves, 30 de abril de 2015

Los olvidados



CELA, YA PARA SIEMPRE
   Camilo José Cela ha sido la figura más incuestionable de las letras españolas del pasado siglo XX. Escritor prolífico: novela, cuentos, fábulas, memorias, poesía, teatro, libros de viajes, artículos, lexicografías y adaptaciones de obras y traducciones, completan su legado. Trece años después de su desaparición, el 17 de enero, 2002, froma parte de alguno de esos olvidados. 


La muerte siempre nos sorprende, la muerte de un escritor lo convierte, indiscutiblemente, en un ser inmortal. La historia de la literatura española está plagada de nombres inmortales, de quienes han traspasado la barrera de lo esencialmente físico para, a través, de su obra  convertirse en clásicos sobre los que uno siempre se vuelve. La historia de la literatura es ingrata y a veces olvida e ignora a sus más genuinos representantes. La muerte de Camilo José Cela (1916-2002) no ha sido una muerte anunciada porque desde hace ya algunos años se había convertido es un escritor inmortal. Ahora su adiós no es nada más que la constatación de que su obra ya pertenece a la Historia de la Literatura, con mayúscula, otra cosa es su vida y lo que se cuenta de ella, su discutida biografía, sus polémicas declaraciones y actuaciones en prensa y en televisión, sus improvisadas actuaciones y manifestaciones en contra de esto o aquello. El premio Príncipe de Asturias en 1987, la concesión del Nobel en 1989 y, definitivamente, el Cervantes en 1995, lo consagraron como el escritor español vivo más representativo del siglo XX. Su narrativa ha cubierto ampliamente el panorama novelístico de los últimos sesenta años, sobre todo tras la guerra civil y el panorama desolador de  las décadas del 40 y del 50. Cela se ha convertido con el paso de los años en la autoafirmación de la literatura en su sentido más literal. Sesenta años de ejercicio avalan toda una vida dedicada al noble arte de hilvanar las letras. Por eso no ha sido extraño que en los escaparates de las librerías casi siempre haya aparecido algún que otro libro del novelista gallego, ya fuera reedición o novedad. Desde siempre se ha ocupado de fabricar una identidad, característica propia del autor que desde siempre ha tratado de fundir los términos de literatura y vida en un sólo concepto que desembocaría, con el paso de los años, en un costumbrismo tan variado y rico, característico de la producción celiana.


Biografía

Nacido en Iria Flavia, Padrón, A Coruña, el 11 de mayo de 1916, no consiguió terminar ninguna de las tres carreras universitarias que emprendió: Derecho, Medicina y Filosofía y Letras. Fue torero, soldado, poeta, periodista, funcionario, viajero incansable, pero sobre todo consiguió dedicarse a su vocación que había nacido con un libro de poemas bajo el brazo y que en 1936 publicó. Se tituló Pisando la dudosa luz del día, libro al que nadie hizo caso, hasta que una vez terminada la guerra se dedicara a la narrativa y en 1942 irrumpiera con un libro que hasta hoy le ha deparado toda clase de suerte y de fortuna: La familia de Pascual Duarte que, junto a Nada (1945) de Carmen Laforet, inauguraban una nueva etapa en la novela española. Desde entonces se dedica a escribir y a viajar, durante el verano del 46 recorre La Alcarria, experiencia que más tarde publicará en forma de libro: Viaje a La Alcarria y El cancionero de la Alcarria, 1948. Mientras tanto prepara su versión definitiva de La Colmena que aparecerá, definitivamente, en 1951 en Buenos Aires. La censura española prohíbe la novela y es expulsado de la Asociación de la Prensa. Viaja por Chile y Argentina y medita sobre la posibilidad de permanecer en este último país donde su obra es bien acogida. En 1953 publica un obra que no deja de sorprender por el lirismo de sus páginas, Mrs. Caldwell habla con su hijo. Viaja de nuevo por América y en Caracas, ciudad en la que realiza una amplia visita, y donde se le propone escribir una novela de tema venezolano. A su vuelta a España fija su residencia en Palma de Mallorca en 1954, y en 1955 aparece La Catira. Un año después comienza a publicar Papeles de Son Armadans la revista independiente que acogerá a los principales autores del país y del exilio, poetas y novelistas, pintores e ilustradores, filósofos y  pensadores en libertad, hasta que en 1979 dejaría de publicarse, tras veintitrés años al servicio de la cultura española. El 26 de mayo ingresa en la Real Academia Española con un discurso sobre la obra literaria del pintor Solana. En la década de los 60 su actividad se multiplica con nuevas publicaciones: libros de cuentos, ensayos y memorias. Nuevas entregas de viajes: Viaje al Pirineo de Lérida (1965), Madrid (1965), Vagabundo por Castilla (1965) y Páginas de geografía errabunda (1965), nuevos viajes por estados Unidos que darán fruto a Viaje a U.S.A. (1967). Entre 1968 y 1971 publica su Diccionario Secreto y algunas de sus obras fundamentales, San Camilo, 1936 (1969), Oficio de tinieblas,5 (1973), Mazurca para dos muertos (1983).
Durante los días 5 al 14 de junio de 1985, Cela se embarca en un Nuevo viaje a la Alcarria (1986), ahora en un lujoso Rolls-Royce. Este nuevo viaje es también un libro lírico, profundamente emotivo, de una sencillez impresionante que cala, como el otro, en el corazón, de prosa sencilla en apariencia, anotada en el camino, transcrito en el orden en que se realizó el viaje. Publica Cristo versus Arizona 1988 y año más tarde, tras la concesión del Nobel, su suceden los homenajes a su persona y a su obra. La cruz de san Andrés en 1994 le otorgó el Premio Planeta y en 1999 publicó su novela sobre la Galicia marinera titulada Madera de boj.


De La familia de Pascual Duarte a La Colmena
Hoy sesenta años más tarde de la publicación de La familia de Pascual Duarte sería justo separar los valores ocasionales que la novela pudo contener en la época, de esos otros  transitorios que pudieran verse como más auténticos y duraderos. Fue muy importante el hecho  de que la novela arrancase de una acción bronca, repleta de violencia y desgarro, empleando un lenguaje crudo que sonó entonces como ensordecedor porque hablaba de unas realidades que no se podían decir por su nombre. La crítica acuñó muy pronto el término de «tremendismo», para calificar a esta novela, un hecho que tuvo admiradores y detractores que muy pronto se dieron cuenta de que Cela tan sólo había reinventado el término que ya había aparecido en la literatura española en la década de entreguerras. En la novela se muestra esa rara habilidad del autor para describir la realidad humana, la escenografía violenta de una sociedad que ha perseguido a buena parte de su obra. Sus siguientes obras serán, Pabellón de reposo (1943), donde se describe la tremenda aventura de morirse, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944), donde se resucita la actualidad de un género, hasta llegar a La Colmena (1951). Cela llega a la plenitud de su narrativa, con una obra sinfónica, sin protagonistas ni personajes destacados, pues todos forman un conjunto. En la novela se pretende reflejar el panorama de la vida española concretada en el Madrid de los primeros años de posguerra y por este motivo, contiene una ambición ciertamente desmesurada. La Colmena sabe a poco una vez leída porque ninguno de sus personajes tiene entidad como para que los lectores podamos intimar con él: son bocetos, siluetas sugerentes que se cargan de vida a medida que avanzamos en sus páginas, algo que el autor manifiestamente no se propuso desarrollar puesto que, como si de una auténtica colmena se tratara, el autor muestra el esquema. En realidad, estos personajes aparecen y desaparecen a gusto del autor y tan sólo se vislumbra unidad en la novela por el ambiente en el que se mueven, esto es, por la miseria.

De San Camilo, 1936 a Oficio de tinieblas, 5
Cuando aparece San Camilo, 1936, en 1969, esta obra singular, la crítica ya había hablado del costumbrismo de Cela e, incluso del fragmentarismo de algunas obras publicadas en  la misma década, Gavilla de fábulas sin amor (1962), Toreo de salón (1963), Once cuentos de fútbol (1963), Izas, rabizas y colipoterras (1964), pero sobre todo en esta novela el escritor se enfrenta al joven que celebra su onomástica precisamente la víspera de 1936 y, en realidad, está haciendo el relato de toda una generación en beneficio de otras muchas posteriores. En 1973 apareció Oficio de tinieblas, 5, en realidad, una obra compuesta de 1194 párrafos sin punto alguno, de diverso contenido y estructura. En realidad, Cela retrata la muerte, una muerte domesticada que se adentra en el ánimo de las personas con toda naturalidad y que lleva a pensar en ésta como si de espectáculo de autocomplacencia se tratara. Es, por consiguiente, una visión escatológica en el sentido cristiano del término y también a ese otro sentido de la ultratumba, conceptos lo suficientemente ensayados como para poder ofrecer una resignación total. «Una purga del corazón», como señaló el propio Cela ante ese juicio final por cuyo tribunal pasan todas las miserias de este mundo.   

    
De Mazurca para dos muertos a Madera de boj    
Después de una década de silencio narrativo, Mazurca para dos muertos (1983) reavivó el panorama literario en torno a la figura del escritor gallego, sobre todo porque con esta nueva novela la lengua castellano-galaica alcanza las cotas más altas del idioma español. De nuevo Cela salpica su obra de barbarie, violencia física, sexualidad y muerte. El escenario el medio rural, concretado en los límites de las provincias de Orense, Pontevedra y Lugo con frecuentes incursiones en A Coruña y como telón de fondo, de nuevo, la violencia que recuerda a su primera obra La familia de Pascual Duarte. Sobresale en Mazurca el virtuosismo léxico y sintáctico, una mezcla que se acopla perfectamente para dar el tono a una narración que precisa impulsos significativos y brillantes. A lo largo de sus páginas desfilan muchos de los fantasmas familiares de muchos de los españoles del pasado, quizá porque en realidad el escritor retrata la envidia, la rivalidad, la mezquindad que se convierte en el odio que termina por destruir la especie humana. Tal vez Cristo versus Arizona (1988) sea una novela de más difícil clasificación que las anteriores, indudablemente porque el espacio elegido por el escritor, el hecho histórico del duelo en el OK Corral, concretado, además, en los años 1880 y 1920, cuarenta años en la vida del lejano Oeste americano con alusiones que no nos son familiares. La cruz de San Andrés, obtenía en 1994 el Premio Planeta y se concreta en la historia del suicidio colectivo de toda una secta. Y finalmente, la esperada Madera de boj en 1999, en realidad, el testamento literario del autor desaparecido y que, de alguna manera, cierra su trilogía de Galicia. Sacristanes, hombres lobo, alucinados, pescadores de sardinas y cazadores de ballenas, sordomudos, suicidas, curanderas, fornicadores, sirenas, vírgenes... toda una galería de vidas y de andanzas que se desenvuelven en un ir y venir por los territorios de lo que se conoce como el fin del mundo, es decir, el Finis Terrae, que se localiza en la Costa de la Muerte gallega, un lugar que da fe por los numerosos naufragios ocurridos durante los últimos cien años.




Adiós al gallego y su cuadrilla
Tal vez nadie como Camilo José Cela supo instalarse entre las páginas de sus libros como el mejor de los personajes, nadie supo desde un aspecto tan carpetovetónico ingresar en la Academia, ajustar la lengua desde su escaño de Senador por designación Real, salpicar nuestro idioma de diversas enciclopedias y contribuir a la expansión de nuestra lengua por todo el mundo. Cela deja esa estela que dejan los grandes hombres cuando lo son y ahora, que ha dejado de ocasionar no pocas polémicas, la crítica, los estudiosos de la literatura, los lectores, en definitiva, nos corresponde calibrar su amplio legado literario. Todos los nombres de la narrativa contemporánea están vinculados, de alguna manera, a la obra de este gallego universal cuya provocación y genialidad queda patente. A Cela se le ha admirado tanto por su carácter como por su literatura; se lee a Cela o se le rechaza y se hace, frecuentemente, por sentimientos, encontrados o no, más que por razonamientos, sean estos verdaderos o falsos. 



miércoles, 29 de abril de 2015

Dalmau/ Piña



S
Secretos
“Nadie guarda mejor un secreto que el que lo ignora”.
                                                  George Farquhar
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El malestar en la literatura
¿Qué tal la mala puta?
Réquiem por la literatura española



Miguel Dalmau y Román Piña escriben un breve, estridente, tendencioso, crudo y apasionado alegato sobre el mal que aqueja a la literatura, y más concretamente a las circunstancias que rodean al mundo literario, especialmente desde la perspectiva de los últimos años; mejor aun, en las 257 páginas en que se concreta, La mala puta. Réquiem por la literatura española (2014), se recrimina el mal ejercicio de buena parte de la industria literaria sin dejar de lado ninguno de los aspectos que tienen que ver con el complejo mundo del libro y sus derivaciones: editores, librerías, agencias, críticos, la suma que, como señala Dalmau, se convierte la “autopsia de toda una dama en apuros”, y con una crudeza que, desde su experiencia personal, ofrece un sinfín de ejemplos de corporativismo, amiguismo, corrupción, una crítica vendida y poco edificante, editores incapaces e incultos; en realidad, un complejo entramado en torno al mundo del papel y la constatación de que, efectivamente, la literatura española estaría a estas altura muerta o agonizante.

Autopsia a una dama en apuros
Es verdad que, Dalmau, equipara los males de la literatura española a los de cualquier otro aspecto de la realidad cultural española, léase el resto de artes y espectáculos, y habría que señalar que su parte está centrada en sus vivencias personales, y resulta más virulenta y, por consiguiente, más discutible pese a sus logros pasados en espléndidas biografías de los Goytisolo y Gil de Biedma.
Desde el punto de vista de la crítica, no todos somos “Ignacio Echeverría”, o “Miguel García Posada”, o incluso el omnipresente, “Rafael Conte” y no todos nos debemos a una empresa editorial o quien dictamine qué y cómo debemos comentar un libro; otros, quizá desde provincias, cuantificamos y ejercemos una crítica honesta y libre de presiones mediáticas que solo pretende servir de vaso comunicante entre autor/ libro y libro/ lector sin que por ello haya que justificar que provenga de tal o cual gran empresa editora; es más, nos sentimos y nos mostramos en plena y absoluta libertad de nuestros actos a la hora de plasmar un juicio más o menos crítico sobre el libro leído, y nunca dudamos sobre aquel que no interesa, por su historia, estructura, estilo o cualquier aspecto que debamos pedirle a la buena literatura, provenga de donde provenga, y así queda relegado a la mesa de novedades y bestsellers donde, sin duda, encontrará su lector sin necesidad de una ayuda externa, o la recomendación de alguien que con algo de juicio interprete y lea esas páginas.



La trituradora de ilusiones
La parte de Román Piña es bastante menos extensa y cruda que la de Miguel Dalmau, y no por ella resulta menos interesante. Piña apuesta por una literatura no profesionalizada, y aboga por una amateur, por eso pone de manifiesto la “insaciabilidad de los autores”, y señala el caso de Ruiz Zafón y su relación con Planeta, y aun señala ejemplos de escritores que a lo largo de unos años consiguieron una determinada repercusión y, algo después, han sido vapuleados y olvidados, pasados a un segundo plano por la misma industria editorial que entonces los aupó. Y aun se pregunta cuántos autores españoles en la actualidad piensan en vivir de lo que escriben; y, como es bien, sabido, excepto algunos casos especiales que responden a ciertas dinámicas editoriales o, mejor aun, a oscuras influencias que, dudosamente, pueden considerarse que escriben buena literatura, casos de Juan Manuel de Prada o Espido Freire, ambos jóvenes con el Planeta a sus espaldas, concretamente con 27 y 25 años respectivamente.
Sustancioso el capítulo 6. Generaciones como chorizos,  y en los siguientes recuerda a toda una legión de escritores perdidos y olvidados por la industria editorial, el caso más sonoro: Pedro Maestre que sigue “matando dinosaurios con tirachinas”. O casos sangrantes como Pablo González Cuesta (1968) que entre 1996 y 1998 se situó en el panorama narrativo con una prometedora carrera y premios importantes como el Prensa Canaria o el March Cencillo, e incluso novelas en editoriales como Alba y Planeta y quien en los últimos años había desaparecido y en estos días reencuentro como Pablo Gonz, retirado en un voluntario exilio en Chile, desde la ventana de Facebook.

El libro
Un libro como La mala puta. Réquiem por la literatura española no deja de tener su espacio en el convulso panorama editorial/ libresco/mercantilista/ y literario porque pone el dedo en la llaga en algunas cuestiones que habría que replantear, y otros más personales, obedecen a ese “cabreo” mutuo de Dalmau/Piña que arrojan sus dardos y no se esconden; otra cosa será si, un libro así, encuentra eco en la prensa cultural de nuestros días. Y el libro, la verdad bien merece una oportunidad para quienes recordamos nombres y más nombres de este convulso panorama literario que, en ningún momento, pese a la opinión que Hemingway vertiera a Carlos Barral en un lejano verano de 1959, cuando el norteamericano afirmaba, ¿Qué tal la mala puta?


Miguel Dalmau/ Román Piña Valls; La mala puta. Réquiem por la literatura española; Palma de Mallorca, Sloper, 2014.  


martes, 28 de abril de 2015

Laura Bordonaba Plou



R
Riqueza
“El hombre es rico en proporción a las cosas que puede desechar”.
                                                       Henry D. Thoureau
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SOBREEXPOSICIÓN

   Mi admirado y buen amigo, Medardo Fraile, que escribió durante más de medio siglo los mejores relatos del siglo XX, afirmaba que “un cuento era lo más fino y personal que pueda hacer un escritor”, y con la perspectiva del tiempo, sopesando calificativos y afirmaciones al respecto, aun debemos añadir que, indudablemente, un buen cuento obliga al lector a meditar con cierta propensión a la delicadeza porque, el escritor, muestra el mundo como si mirásemos a través de una vidriera policromada y multicolor e, incluso, toca nuestro corazón, y avanza por la difícil senda de la metafísica; es así como el autor nos brinda su verdad, aunque para ello deba mentir todo lo posible como verdaderamente ocurre también en el amor; y, además, técnicamente hablando, siempre y cuando el relato sea excepcionalmente bueno, provocará una explosión.
  Los cuentos, sin duda, son la quintaesencia estremecida, épico-lírica, de un trozo de mundo y la visión particular que sobre él tiene el narrador. Constelan ese intramundo, y en sus certezas o inexactitudes llevan implícita la manera peculiar de enjuiciar la sociedad. Ignoro si Laura Bordonaba Plou (Zaragoza, 1976) ha configurado, con estos dieciocho relatos que componen Sobreexposición (2014), su manera peculiar de, precisamente, sobreexponerse en gran medida al mundo, pero sí aseguro que lo ha conseguido de una manera digna e inteligente, diversificando su mirada en una serie de cuadros biográficos que nos resultan tan cercanos que, a medida que pasamos las páginas, hieren nuestra sensibilidad. Sobresalen en estos cuentos las agudas dotes de observación de la narradora, su preocupación por la sobriedad y la objetividad porque, pese a ciertos toques en sus historias, nunca cae en el sentimentalismo o la cursilería; léase cuando escribe sobre el dolor o la pérdida que provoca esa ausencia, “Viviendo con Mr. Tomura”, “Travis”, “Dammuso di Mare”, serían ejemplos válidos; otras veces sus relatos son predominantemente líricos, “Sinfonía de las ruinas”, que narra sucesos o experiencias externas, evoca ambientes e introduce al lector para hacerlo receptivo a ese estricto valor sentimental de cuanto narra; un procedimiento paralelo a la lírica, y en esta ocasión cobran especial relevancia las imágenes.
 

 

   La extensión que componen los cuentos de Sobreexposición varía en cuanto a sus características, y algunos advertimos propenden a convertirse casi en una novela corta, “La ley de Bode”, “Pabellón 103” o “La luz de Marvin”, que, de alguna manera, concentran un suceso principal que desencadena el resto de la acción, con muy pocos protagonistas y, en ocasiones, el acontecimiento central del cuento, la narradora enferma de alzheimer y Tristán en el primero; el psiquiátra y cuatro enfermos, en el segundo; y finalmente, los gemelos Marvin y Albert; la acción, en este tipo de cuentos, es lo más importante y podría transcurrir en otras circunstancias, con otros personajes y se desarrolla, además, como una lógica concatenación de los episodios narrados; el destino de sus protagonistas depende un tanto del azar; Laura Bordobana narra estas historias desde una distancia, esa medida justa que le permite una objetivación tanto cronológica como retrospectiva.
  Ausencia y presencia, recuerdo y olvido, el dolor, en definitiva provocado por esa ausencia, caracterizan a estos cuentos de firmes contrastes que aisladamente se concatenan para mostrarnos ese proceso psicológico interno de la mayoría de sus personajes por breve que sea su implicación, y que como lectores nos llegan por ese proceso externo solo perceptible por los sentidos, y al final los cuentos de la joven Laura Bordonaba Plou ofrecen tantas posibilidades a nuestra imaginación como a esa capacidad asociativa que pretende su autora. Esta es una buena ocasión para degustar y, por qué no, para descubrir una buena colección de cuentos, y una narradora que nos deparará futuras sorpresas.


  









SOBREEXPOSICIÓN
Laura Bordonaba Plou
Zaragoza, Pregunta Ediciones, 2014; 154 págs.



lunes, 27 de abril de 2015

Desayuno con diamantes, 33



MAUPASSANT, OBRA BREVE COMPLETA



   Flaubert declara a su discípulo que «El talento es solo mucha paciencia». Siguiendo este consejo del maestro, llegaremos a definir el estilo maupassiano que, en realidad, tuvo bastante que ver con la estrecha vinculación que mantuvieron ambos escritores, cómplices en muchos aspectos y servidores de una gran amistad. Flaubert influyó doblemente en la vida del joven Maupassant, como mentor literario y padre adoptivo. El primero conocía desde su juventud a Alfred Le Pointtevin, ambos basaron su relación en la mutua admiración y en la esperanza de realizar grandes hazañas literarias, o ser capaces de seducir a muchas jóvenes de la época. Sin embargo, Alfredo murió muy joven y dejó desolados, tanto a Flaubert como a su propia hermana, que se había casado con Gustave de Maupassant, un tarambana de la pequeña aristocracia, matrimonio que terminó en divorcio, aunque ya habían nacido sus dos hijos, Guy y Hervé. Laure decidió que Guy se convirtiera en un segundo Alfred, contaba con la complicidad de Flaubert porque intuía que el escritor sentiría nostalgia del amigo perdido y se alimentaría con la ilusión de ofrecer una segunda oportunidad al talento literario que no había podido realizar con Alfred. Desde 1886, maestro y discípulo, compartieron todos los domingos unas horas de aprendizaje, el joven se familiarizaba con los secretos del oficio que, según Flaubert, pasaban por una observación escrupulosa del entorno y en la singularización de esa sugerencia, a través de un lenguaje depurado y preciso.
  El mismo Flaubert intervino para que el joven Guy consiguiera un puesto en un Ministerio que le procurase unos ingresos y tiempo necesarios para ocuparse de su producción literaria. Muy pronto el discípulo se aburriría rodeado, según él, de «brutos», capaces de inspirarle sus cuentos reunidos en Los domingos de un burgués, una serie de relatos llamados «burocráticos», al tiempo que su mentor lo introduce en la sociedad literaria parisina, donde conoció a Zola y al grupo que se reunía en torno a él: Banville, Turguénev, los hermanos Goncourt, Daudet, Huysmans y el editor Charpentier. Junto a ellos maduró Maupassant, perfiló su carácter, definido por una visión lúgubre de época, con una mirada cínica y desapasionada de la vida, de las personas que iba conociendo, de sus propios avatares, o sometido a sus placeres: paseos en barca, las mujeres, todas y cualesquiera y, sobre todo, a perseguir la gloria social y literaria. Sus vivencias nutren su literatura, no solo porque sigue los consejos del maestro, sino porque necesariamente se escribe sobre lo que se conoce y, además, permite denunciar la situación de la Francia del momento: la guerra contra Prusia en 1870, donde sirvió en intendencia y le dejaría un profunda huella con respecto al estamento militar.



Arte y realidad
    Guy de Maupassant (1850-1893) concibe la obra de arte como expresión de la realidad que le rodea, destaca en ella los hechos, los aspectos verdaderamente interesantes que podrá destacar y describir con una mayor expresividad, fruto de una observación atenta y profunda. La importancia estará en el detalle, en ese que nadie había reparado antes y, técnicamente, concentra por sí solo lo elocuente del sujeto y de la situación representada. Para el francés, determinados símbolos concentran la «forma artística» de su expresión, y así se puede apreciar cómo el agua, el sol, los cambios que se producen en la naturaleza, los espejos o esa imagen que se proyecta en el doble, adquieren valores significativos en su expresión escrita, manifiestan su estado de ánimo, la pérdida de la identidad, la duplicidad o la locura. Símbolos que se corresponden con las vivencias íntimas de Maupassant, preocupado por su identidad y saberse objeto de veneración de las dos personas a quien más aprecia: su madre y Flaubert.
     El bautizo literario de Maupassant fue en 1875 con el cuento, «La mano disecada», que en la presente edición de Mauro Armiño (Cuentos completos, Páginas de Espuma, 2011), aparece el primero, un relato de inspiración fantástica, a partir de una mano que Turguénev tenía en su casa, sobre la chimenea. Sin embargo, Maupassant cultivó durante algún tiempo la poesía y buscó la gloria como autor teatral. Los esfuerzos de su maestro para que estrenase en condiciones, no fueron suficientes, y alcanzó fama con sus relatos publicados, inicialmente, en revistas y periódicos, aunque fue «Bola de sebo» (1880) su consagración más temprana, un éxito que lo llevó a ser uno de los autores naturalistas más importantes. El supuesto naturalismo de Maupassant puede considerarse como el penúltimo eslabón entre una cadena que empieza en Balzac, continúa en Stendhal, sigue con Zola y culmina con Flaubert. De todos ellos atesoró el joven escritor su influencia: el modo de describir la realidad, su propósito de realizar la crónica de una época o la organización de los acontecimientos que, indudablemente, proceden de Balzac aunque, por otro lado, Zola había estudiado comportamientos relacionados con la medicina en su reflexión sobre los males de la época, pero Maupassant será una naturalista distinto, concibe ese naturalismo en la medida que lo es, no como una acumulación sistemática, detallista y un concepto excesivamente trabajado como propugnaba, Flaubert. El nexo de unión con lo fantástico se lo proporcionará la enfermedad, un primer contacto que recibe el escritor del carácter de la madre, así cuando deja hablar a sus personajes, piensa que la vida es infame, porque la sífilis que padece desde 1876 le provoca una degeneración física que le llevará a la locura y, sobre todo, hay un mal que asola el siglo: el fatalismo. Su personalidad enferma, se convierte en un «alter ego» literario; padeció una progresiva pérdida de visión y se veía atacado frecuentemente por alucinaciones, un nuevo concepto que le llevó a concebir relatos de tema fantástico. En su lucha contra la enfermedad, en la búsqueda de esa salud, descubre los tres elementos imprescindibles que sintetizan lo bello y admirable de la existencia: la luz, el espacio y el agua. Solo en Bel Ami (1885) conjugó una visión justa de la realidad, expresión que ha pasado a la historia literaria como «realista», con una descripción de los acontecimientos, fuerte de expresión y verdadera en sus resultados. Sus personajes femeninos siniestros corroboran ese ascenso social perseguido por la protagonista, es la novela más flaubertiana y, en realidad, el relato de una educación sentimental, del ascenso social de su protagonista que permite a su autor hacer un retrato ácido de la sociedad del momento.  





Cuento y terror
       «De la locura al terror», titula Mauro Armiño, su apartado sobre los cuentos de Maupassant, donde señala que nunca los seleccionó él mismo, ni relatos, ni novelas cortas, en realidad, los volúmenes en los que recogió parte de ellos eran fruto de una selección para completar un libro cuando algún editor se lo pedía. Estaba obligado a entregar dos relatos por semana para dos publicaciones periódicas: Gil Blas, revista parisiense, con lectores de clase media, y Le Gaulois, órgano burgués y más conservador. La realidad, en Maupassant, surge como fuente de lo imaginario, y aunque es partidario de los planteamientos flaubertianos, no admite la tesis de Zola cuando advierte que el narrador se convierta en un sabio, una especie de científico que examine la carne por dentro y llegue, a través de la ciencia, a alcanzar el alma humana. Según recoge Armiño, para el narrador: «el realista, si es artista, tratará, no de mostrarnos la fotografía trivial de la vida, sino de darnos de ella una visión más completa, más penetrante, más convincente que la realidad misma. (...) cada uno de nosotros se hace una ilusión del mundo. Y el escritor no tiene otra misión que reproducir fielmente esa ilusión con todos los procedimientos artísticos que ha aprendido y de los que puede disponer», siempre puede encontrarse esa descripción detallada de los ambientes, de los espacios, en los que se desenvuelve el hombre en su cotidianidad, porque el punto de vista psicológico de sus personajes no parece preocuparle mucho, entran rápidamente en acción, por una sencilla razón: son relatos escritos para periódicos y ese es un tipo de lector a quien hay que engancharlo desde el primer párrafo, empleando un estilo llano, manteniendo un tono familiar, un lenguaje sencillo y una sintaxis directa. Para la sensación de realismo, los relatos de Maupassant llevan, según anota Armiño, una especie de introducción, en un marco más o menos conocido: uno de los contertulios suele contar una anécdota, un episodio en el que ha participado, algunos ejemplos, «Sobre el agua», «Cuento de Navidad», «Aparición» o «La cabellera». Escasas son las aportaciones fantásticas a la narrativa francesa del momento, aunque pueden citarse las de Nodier, Gautier, Merimée, Barbey d´Aurevilly, Villiers de L´Isle para terminar en Maupassant, aunque él preconizaba la muerte de lo fantástico en 1883, y nunca identificó lo imaginario y lo fantástico en su propia obra, puesto que en sus relatos, lo imaginario nace de la realidad. Su mundo está teñido de humor y de alegría de vivir, con personajes de la vida cotidiana, casi de patio de vecindario o provincianos de aldea, remeros del Sena, médicos, cazadores, o aristócratas que viven una existencia disipada. Maupassant no inventa nada, según Mauro Armiño, sino que escribe en «el aire del tiempo», con esas alteraciones de la personalidad vistas desde el punto de vista médico-psicológico, porque en 1884 asistía a las clases del doctor Charcot que tuvo como insignes discípulos a Proust y a un joven Freud. Conviene recordar que, en el último tercio del siglo XIX, proliferaron las investigaciones en el terreno psicológico y filosófico que llevarían a Maupassant a ver como la maldad es intrínseca a la condición humana, aunque Schopenhauer le abriría la vía hacia las fuerzas oscuras de la introspección. El sentimiento del miedo, incluidas las alucinaciones de desdoblamiento, figuraron en dos novelas esenciales en la literatura inglesa y universal: Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1885), de Stevenson y El retrato de Dorian Grey (1891), de Wilde. A lo largo de los Cuentos Completos, Armiño argumenta que, tal vez, los más famosos sean aquellos que puedan definirse, temáticamente, con los términos de crimen, misterio, terror, locura, o mundo imaginario y el juego del doble. Y frecuentemente aparece en Maupassant, la venganza de los humildes, de los impotentes frente a los poderosos, y la injusticia sobre todo en sus protagonistas femeninas que contrarrestan su impotencia a una sociedad injusta, ocurre en «Confesiones de una mujer» o «La loca», una mujer se venga de la muerte de su hijo, y «La tía Sauvage» o «Una vendeta», donde el narrador lleva la crueldad al extremo.
       Entre 1880 y 1890, en París, los representantes de la aristocracia y las altas finanzas, gestarían la Belle Époque, a la que gustosamente asiste Maupassant y un buen número de escritores, pintores y músicos, en un ambiente impresionante que en este conjunto de trescientos uno relatos, el narrador muestra como si de un auténtico catálogo de situaciones y tipos se tratara, y describe un tipo de mujer que empezaba a figurar como independiente, con un estatus social propio y con la fuerza suficientes para traspasar los límites impuestos por la sociedad, algo que había adelantado Flaubert con Madame Bovary (1857). A medida que va transcurriendo la década, Maupassant se decantará por tramas sacadas directamente de la vida cotidiana y retratos femeninos de una amplia tipología: la apasionadamente enamorada, la mujer seducida, la engañada, la libertina y la cortesana. Misógino y desapasionado profundo no conoció lo que era el sentimiento del amor, y él mismo llegó a escribir: «En toda mi vida no he tenido una apariencia de amor, aunque he simulado a menudo ese sentimiento que sin duda no experimentaré jamás». Maupassant recolectará amante tras amante sin mirar inteligencia o estado social, algunas dejarán huella en los personajes de sus relatos y novelas, incluso llegó a tener descendencia con una aguadora de la fuente Marguerite, de los balnearios de Châtelgouyon, una joven que vivió cerca del escritor en París, con quien tuvo tres hijos entre 1883 y 1887, vástagos que lo recordaban como un padre cariñoso cuando los visitaba, aunque a la muerte del escritor, su madre, Laure Le Poittevin, negó cualquier descendencia de su hijo, y ya había dictado disposiciones para ayudar a la amante, Joséphine. El piso donde vivía junto a su hijos, fue asaltado, robadas las cartas y todo vestigio de su relación con el escritor borrado para que nunca hubiera posibles reclamaciones judiciales.

Cuentos completos
    La edición de Páginas de Espuma es monumental, en dos lujosos volúmenes, con más de dos mil setecientas páginas, ciento cincuenta de introducción, clasificada temáticamente por Mauro Armiño, ateniéndose con rigor a los temas más persistentes del autor y en algunos relatos, cuya trama juega en torno a más de un ámbito, como el propio traductor señala: adulterio, ahogamiento, amor, animales, arte de amar, asesinato-crimen, balnearios, bastardía, cadáver, campesinado, caza, celos, cementerio, diablo, dinero, Dios, doble, embriaguez, enfermedad, estrangulamiento/ degollación, familia, fantástico, fuego, guerra, herencia, hijos, hombre viejo, impotencia, incesto, infanticidio, invalidez, joven suicida, justicia, libertinaje, locura, madre/hijos/familia, matrimonio, mujer (abandonada, bella desconocida, dominadora, embarazada/ parturienta, infiel, mundana, permisiva, seductora, soltera/ muchacha, solterona, vieja), muerte, paternidad, pobreza, prostitución, religión, sadismo/ violencia, soledad, suicidio, vejez, viaje y violación, una ostensible nuestra amplia del mundo maupasiano que Armiño completa con el resumen de los relatos. Al mismo tiempo, en esta edición ya canónica, se da cuenta de las adaptaciones de teatro y cine de muchas de las obras de Maupassant, con los respectivos años en que fueron adaptados así como el título original. Un cuadro cronológico, bastante completo, y una bibliografía seleccionada: ediciones originales y actuales, traducciones en español, así como biografías, testimonios y estudios críticos, completan esta magnífica edición de Mauro Arrniño que como señala, al final, sigue la edición de Louis Forestier para Contes y nouvelles (1974-1979). Mucho de melancolía, de desengaño y una intensa misoginia recorren las curiosas páginas de una magistral iniciativa de Páginas de Espuma.


domingo, 26 de abril de 2015

Hoy tomo café con…



Nuria Barrios
     “Nadie cuestiona si el cuento ha muerto o no, como sucede desde hace años con la novela. Las modas pasan, pero el cuento, como el dinosaurio de Monterroso, siempre está ahí”.


     Nuria Barrios (Madrid, 1962) escritora y periodista cultural, se inició en literatura con la novela, Amores patológicos (1998), y después ha publicado, El alfabeto de los pájaros (2011). Ganó el Premio Ateneo de Sevilla con su poemario, El hilo de agua (2004) y también ha publicado, Nostalgia de odisea (2012). Autora del libro de viajes, Balearia (2000). Y, también, libros de cuentos, El zoo sentimental (2000), y acaba de publicar, en Páginas de Espuma, Ocho centímetros (2015). Ha sido incluida en numerosas antologías, Páginas amarillas, Vidas de mujer, Cuentos de mujeres solas, Pequeñas resistencias, Tu nombre flotando en el adiós, Comedias de Shakespeare y Cuentos para ir y venir, Traducida al holandés, al italiano, al portugués, al croata y al esperanto. Colabora en algunos suplementos de libros.

-Empecemos por ser prácticos, ¿qué nos separa hoy de la felicidad?
        Esa es una pregunta que llevamos haciéndonos desde los antiguos griegos. Y aquí seguimos, en el siglo XXI, sin respuestas.

-No lo considere una obviedad, después de leer, Ocho centímetros (Páginas de Espuma, 2015), ¿el libro pretende ser una dura visión de la realidad?
        Yo no hablaría de una “dura” visión de la realidad, sino de abrir de par en par una realidad mucho más amplia. Ocho centímetros aspira a hacer visible lo invisible, “ver con ojos nuevos”, como decía Borges, y eso siempre resulta perturbador.

-Volvamos al principio, usted alterna novela y cuento, ¿le marca la extensión de la historia a contar?
        También escribo poesía, además de novela y relatos. Lo que deseo contar exige una voz determinada y también un género concreto. En mi caso, es la historia la que determina el género y nunca al contrario.

-E insistiendo, ¿establece diferencias en ambos géneros, por decirlo de alguna manera?
        Por supuesto, cuento y novela comparten la narratividad, pero el cuento requiere una intensidad sostenida que no tolera la novela. En el cuento no hay espacio para lo gratuito, la precisión y la tensión narrativa son muy importantes.

-¿Piensa, como alguien ha señalado, que “el cuento es el retrato literario de una situación crítica” y quizá, por eso, valdría en todos los tiempos?
        Es curioso, pero nadie cuestiona si el cuento ha muerto o no, como sucede desde hace años con la novela. Las modas pasan, pero el cuento, como el dinosaurio de Monterroso, siempre está ahí. El género posee un poder extraordinario para radiografiar la sociedad y a las personas; es dinamita en buenas manos.

-Desde sus comienzos sus personajes viven y sueñan gobernados por la pasión, ¿sigue siendo esa una de sus características?
        Sí, la vida sin pasión no me interesa nada ni personal ni literariamente.

-¿Habría que decir entonces que su literatura se inscribe en un estado desmesurado, trágico, casi infernal?
        Habría que decir más bien que yo, como autora, poseo una clara conciencia de la muerte y de nuestra vulnerabilidad, que dota de una intensidad especial a mi literatura y que me hace apreciar mucho el humor.

-Aunque, por otra parte, permítame calificarla de eminentemente lírica y hermosa en el tratamiento de algunos aspectos significativos, ¿y si es así cuándo?
        Escribo poesía, como le decía antes, y eso forma parte de mi voz y de mi mirada literarias. La poesía comparte además con el cuento la búsqueda de lo esencial y la exigencia de precisión y de intensidad. 



-Para la estructura de este libro, Ocho centímetros, ¿ha recurrido usted a un clásico concepto de contracción y de situación?
        No teorizo nunca mi trabajo cuando estoy escribiendo. Sólo me guío por un criterio muy básico: funciona o no funciona; y si no funciona, me pregunto qué falla y cómo debo cambiarlo. Normalmente, son los lectores quienes me indican aspectos muy interesantes cuando el libro ya ha sido publicado.

-Algunos cuentos están, de alguna manera, encadenados en su propia historia, ¿técnica o necesidad de extenderse sobre el tema?
        Hay historias que siguen rondándome con especial insistencia una vez terminado el cuento. Nunca hay un deseo de retomar cronológicamente lo ya contado, sino de abordarlo desde otro escenario, a veces incluso tangencialmente. Dejo pasar tiempo para poner a prueba la historia y a mí misma y, si el deseo persiste, si tengo la certeza de que lo que quiero narrar es distinto, no una mera prolongación de lo anterior, y, sobre todo, si tengo claro cómo quiero contarlo, inicio un nuevo relato.

-¿El mundo de la droga visto desde una perspectiva amable y con posible solución?
        No conozco ninguna perspectiva amable para abordar el mundo de la droga, y las soluciones no forman parte de mi escritura. Pienso que casi nada tiene explicación y casi nada tiene solución. Como dice Wolf Erlbruch, somos pequeños seres haciendo preguntas difíciles sobre nuestra pequeña existencia. En Ocho centímetros, más que interesarme el submundo de la droga, me interesaba el efecto que la adicción de una persona provoca en su entorno familiar: esa sensación de impotencia de quienes ven hundirse un barco desde el puerto.

-La enfermedad nos acompaña durante todo nuestra vida y nos hace fuertes, ¿es quizá ese el mensaje de algunos de sus cuentos?
        No hay mensaje en mis cuentos, pero sí la constatación de que el dolor forma parte de la existencia. La vida duele. Y no me refiero al dolor fulgurante y trágico que es la esencia del drama, sino a ese otro dolor seguro e ineludible que forma parte de la vida, al que por nacer estamos predestinados. Por algo será que lo primero que hacemos al nacer es llorar. Los relatos de Ocho centímetros hablan de cómo la normalidad y el desastre caminan a la par y hablan del profundo desasosiego que eso provoca. La vida continúa, es cierto, pero igual que un río que, tras un vertido tóxico, prosigue su curso aunque con otro color.

-Y otros temas salpican este libro y su literatura, el desamor, el reencuentro, la difícil convivencia, y la muerte ¿es otra mirada sobre problemas similares?
        Sí, los relatos de Ocho centímetros colocan el foco sobre nuestra vulnerabilidad. La literatura y el arte son tan interesantes porque nos animan a cuestionar lo que ya conocemos, nos colocan en un estado de falta de familiaridad y nos hacen ver las cosas desde puntos de vista inusuales

-Hay un estupendo cuento, “Un puente de cristal”, que resume buena parte de los temas, la enfermedad y el dolor, el amor y el sacrificio, ¿qué pretende usted con ese cuento?
        En “Un puente de cristal”, como en casi todos los demás, me interesaba hablar de cómo el sufrimiento crónico de una persona, en este caso enfermo de una pancreatitis, afecta profundamente la vida de su pareja. Sobre cómo el dolor nos reescribe a todos.

-Al final de estas historias, queda un buen sabor de boca y no dejan a nadie indiferente, ¿ha sido lo mismo en su caso cuando terminó de escribirlo?
        Trabajo con una idea de la literatura como juego, un juego muy serio, eso sí. Y me gusta que el humor, al igual que la poesía, esté siempre presente en lo que cuento. El humor permite tomar distancia y reírse de uno mismo en las peores situaciones. Hace mucho mejor la vida.